Un
viernes de hace dos mil años, un hombre sin pecado ofreció su vida, su sangre y
su muerte en un gesto de suprema obediencia dictada por el amor. Aquel hombre
era el Hijo de Dios, y porque era perfectamente santo, el Padre le abrió los
brazos y lo resucitó en la gloria. Mediante su sacrificio, la humanidad entera
entró en la vida eterna de Dios. Es el sacrificio de Cristo que nos salva, pero
Dios nos respeta tanto que no quiere salvarnos sin nosotros: es necesario que
nosotros nos ofrezcamos junto a Jesús. Y para esto está la Misa, que es la
permanencia de su sacrificio. La Misa es una presencia, una nueva presencia, un
nuevo presentarse Cristo en su único acto redentor; es un hacer presente aquí y
ahora el sacrificio del calvario que llega a ser una realidad de nuestro
tiempo, de nuestra parroquia, de nuestra vida. Por esto es necesario ir con
alegría y reconocimiento.
Es preciso ir con los propios pies, mientras se puede; con
la propia boca y con el propio corazón para comer el fruto de la vida. "Quien
come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el
último día" (Jn 6.54).
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